8 mar 2011

Mi abuela y el arte del encuentro (con rosas, bocadillos y patadas a los demás)

El 25 diciembre 1984 mi abuela me dijo que la vida es la arte de aprender a morir. Después de unos años reflexionando sobre este asunto he concluido que mi abuela era una aburrida pesimista (y además hacía por Navidad regalos asquerosos).

En realidad la vida es el arte del encuentro. Pues sí, del encuentro. A lo largo de toda nuestra existencia no paramos de encontrar gente. La encontramos para ir a trabajar, la encontramos trabajando, la encontramos volviendo a casa. La encontramos incluso si estamos en paro o si somos ya jubilados. Encontramos gente cuando vamos a comprar la leche, un par de calzoncillos, el detergente para fregar los platos. Anoche encontré una cucaracha mientras me iba al baño. Era una cucaracha que estaba de paseo. La saludé y la aplasté. Lástima por su paseo pero antes de aplastarla la saludé, porque así me han enseñado a portarme cuando se encuentra a alguien. Soy un chiquitín muy bien educado ¿sabes?. Y me limpio y me froto todas partes y todos los día por si acaso voy a encontrar alguien y no quiero apestarlo. Y he aprendido un idioma por si acaso tengo que saludar a alguien. Y he aprendido a contar por si acaso tengo que invitar a los amigos a cenar (para calcular los platos y los vasos que poner sobre la mesa ¡claro!).

A fin de cuentas todo lo que aprendemos es para saber qué hacer en el momento que alguien (o algo) nos atropella.Y qué son los recuerdos si no la memoria de los encuentros. La felicidad qué es si no un encuentro que queremos festejar con rosas y bocadillos. Y qué es el dolor si no un encuentro que no llegó o no volvió. O cuando pedimos disculpas, qué es si no el duelo que aquel encuentro no salió bien. E incluso la guerra, sí la guerra, ¿qué es si no un encuentro organizado? Concertar una cita para matarse.

Los encuentros son todo. La cultura, la civilización (la nuestra y las pasadas) son solo guiones con el cual decidimos cómo gestionar los encuentros. Pensemos en las revoluciones. Cada revolución necesitó desarrollar su forma original de saludar (los fascistas, los nazis, los comunistas, todos desarrollaron sus saludos). Además, nuestro modo de saludarnos es totalmente arbitrario. Quiero decir: nos saludamos con un “Hola qué tal” pero sería la misma salsa saludarse con un:
“Pimientos a todos” y contestar con un “Patadas a los demás.”
¿Desear hortalizas en lugar de un “qué tal”? Pues, sí ¿por qué no? Y en lugar de darse la mano (o dos besos) ¿por qué no darse los pies? Y a los amigos más queridos, o a los amantes más valientes, quitarse los zapatos y darle el calcetín.
“Tú me apestas luz”
“Igualmente. Sabe a cabrales, de verdad mi amor.”
(y no estoy bromeando: en China para demostrar que la comida te ha gustado tienes que pedorrear).

Pero ¿por qué es tan importante el encuentro? ¿Por qué hemos armado este baile tan loco por él? Pues y yo qué sé. Y sobre todo ¿por qué meto la pata en asuntos tan complicados?
William Shakespeare decía que la vida es un teatro.
Alonso María José, mi carnicero, dice que así se vende mucha mortadela.
Mi padre dice: no quiero desanimarte pero eres un idiota.
Y yo... ¿y yo qué digo? Pues que tu cara me suena, porque en tus lágrimas reconozco algo que yo también he sentido. Que la cucaracha que encontré anoche tenía hambre y ¡coño! yo también tengo hambre. Y qué, a pasar de todo esto, yo... bueno... que si te veo me acerco y te digo:
“Hola ¿qué tal? Yo soy yo”.
Y tú mirándome: “¿Quién eres?”
“Yo”
“Pues no querido, no es posible. ¡Yo soy yo!”
Y no conozco nada tan fascinante y tan estremecedor (¡y tú tampoco!).

Concluyendo: mi abuela estaba equivocada, los regalos de Navidad son otra cosa.

Antonino Pingue © 2011 Todos los derechos reservados

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