22 abr 2010

Traduciendo Enrique Vila-Matas (Me senté y lloré)



Me preguntaron si era fácil distinguir entre una buena novela y una que no lo era, y dije que bastaba con examinar cuáles eran sus relaciones con las altas ventanas de la poesía. Precisé que hablaba de sutiles conexiones con la poesía y en ningún caso de lo antagónico: novelas escritas por poetas a base de prosa poética, algo absolutamente a evitar cuando se trata de una novela.

“Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello...”, escribe Charles Simic, escritor yugoslavo de Nueva York que enlaza con originalidad el surrealismo, la metafísica y los mitos primitivos. Para él, la imaginación no es un alejamiento de la realidad, sino la llave idónea para acceder al mapa de estrellas de nuestras paredes interiores.

Hablé ese día de la filosofía poética de Simic y de la necesidad de que la novela no pierda las sutiles conexiones con la alta poesía. Y, muy poco después, sentí deseos de convertirme allí mismo en el título de una novela de Elizabeth Smart, En Grand Central Station me senté y lloré. Siempre quise ser o escenificar ese título, y aquella era toda una oportunidad para hacerlo, pues a fin de cuentas me encontraba en Nueva York y estaba justo en aquel momento en Park Avenue, a dos pasos de Grand Central Station.

Me dije que, aparte del título, aquel libro de Elizabeth Smart (novela autobiográfica que narra la pasión de la autora por el poeta George Barker, un hombre casado del que se enamoró incluso antes de conocerlo: libro de una bella intensidad, extrema y rara) fue siempre una obra maestra gracias a su capacidad de diálogo con la tradición poética y a su elegante inspiración surrealista. De hecho, aquel mismo libro era un perfecto ejemplo de novela en comunicación con el gran espectro poético. Y es más, tenía el encanto de haber sido pionero en un procedimiento que aprecio y que consiste en convertir el texto en una máquina de citas literarias que ayudan a crear sentidos diferentes.

Me acuerdo muy bien de cómo era, aquel día, la novela de mi vida. Parecía que el surrealismo de Simic estuviera por todas partes, porque vi en el pasillo de entrada al gran vestíbulo de la estación a un negro con la cabeza rapada, sin zapatos, poniendo a un limpiabotas y a Dios por testigos. ¿Por testigos de qué? Tras contestar a cómo se distinguía entre una buena novela y una que no lo era, empezó a cumplirse uno de mis más antiguos deseos cuando, al adentrarme en el gran vestíbulo, avancé hipnotizado hacia el célebre reloj de cuatro caras, y fui pasando repentina revista a lo que habían sido las ventanas ciegas de mi vida: iba como hechizado y como si tuviera luz para descifrar el mapa de las estrellas en los futuros interiores de las novelas. Y así fui avanzando y buscando un lugar solitario, hasta que lo hallé y, contemplando en una de las ventanas altas los movimientos del sol como quien mira el de las hormigas, pensé en un poema de Simic que habla de una azotea y de un agujero en unas medias negras y de una bella muchacha de Nueva York de la que estaban todos enamorados, y entonces sí, entonces, tal como venía previendo, como si uno pudiera ser el título de una novela dentro de una poesía secreta, casi desmoronándome, dando bandazos con mi suerte más ciega, en Grand Central Station me senté y lloré.

Enrique Vila-Matas


Mi sono seduto e ho pianto

Mi chiesero se era facile distinguere un buon romanzo da uno che non lo era e dissi che bastava esaminare quali relazioni mantenevano con le alte finestre della poesia. Precisai che parlavo di sottili connessioni con la poesia e in nessun caso di un antagonismo: romanzi scritti da poeti a base di prosa poetica, ecco qualcosa da evitare assolutamente quando si parla di narrativa.

“Amato Friedrich, il mondo è ancora falso, crudele e bello…” , scrive Charles Simic, scrittore iugoslavo di New York che unisce con originalità il surrealismo, la metafisica e i miti primitivi. Per lui la immaginazione non è un allontanamento dalla realtà, piuttosto la giusta chiave per entrare nella mappa di stelle delle nostre pareti interiori.

Quel giorno parlai della filosofia poetica di Simic e della necessita che il romanzo non perda le sottili connessioni con l’alta poesia. E, poco dopo, sentii il desiderio di trasformarmi , proprio lì, nel titolo di un romanzo di Elizabeth Smart, “A Gran Central Station mi sono seduta e ho pianto”. Sempre avevo desiderato essere o rappresentare quel titolo e quella era una grande opportunità per me, già, in fondo, mi trovavo a New York e stavo giusto in quel momento a Park Avenue, a due passi da la Grand Central Station.

Mi dissi che, a parte il titolo, quel libro di Elizabeth Smart (racconto autobiografico che narra la passione della autrice per il poeta George Barker, un uomo sposato del quale si era innamorata ancora prima di conoscerlo: libro di una profonda intensità, estrema, strana), era sempre stato un capolavoro grazie alla sua capacità di dialogare con la tradizione poetica e per la sua elegante ispirazione surrealista. Di fatto proprio quel libro era un perfetto esempio di racconto in comunicazione con il grande fantasma della poesia. Di più, aveva la magia di essere stato pionieristico in una tecnica che apprezzo e che consiste nel convertire il testo in una macchina di citazioni letterarie che aiutano a creare sensi differenti.

Mi ricordo molto bene come era il romanzo della mia vita quel giorno. Sembrava che il surrealismo di Simic stesse ovunque, perche vidi nel corridoio che porta alla grande sala di ingresso della stazione un negro con la testa rasata, senza scarpe, chiamare un lustrascarpe e Dio come testimoni. Testimoni di cosa poi? E mentre cercavo di rispondere a come si distingue un buon romanzo da uno che non lo è, cominciò a realizzarsi uno dei miei più antichi desideri quando, entrando nel grande ingresso, avanzai ipnotizzato verso il celebre orologio a 4 facce e iniziai a passare improvvisamente in rassegna quelle che erano state le finestre ceche della mia vita: camminavo come stregato, come se prendessi luce per decifrare la mappa di stelle nei futuri interiori dei romanzi. E così avanzavo e cercavo un posto solitario, fino a quando lo trovai e, contemplando il movimento del sole in una delle finestre più alte come chi osserva quello delle formiche, pensai a un poema di Simic che parla di una terrazza e di un buco in un paio di calze nere e di una bella ragazza di New York di cui erano tutti innamorati, e allora si, e allora, così come avevo previsto, come se uno potesse essere il titolo di un libro dentro una poesia segreta, quasi sgretolandomi, barcollando con la mia fortuna più cieca, in Gran Central Station mi sono seduto e ho pianto.

Traducción hecha por Antonino Pingue ©


Traduciendo Enrique Vila-Matas (Ay, mi estimado señor)




¿Es usted escritor o ha intentado serlo? Tanto si lo es como si ha querido serlo, usted ha tenido que conocer en algún momento de su vida el rechazo. Es posible que alguien desde alguna editorial le haya escrito alguna vez una carta donde muy educadamente le han dicho: “Estimado señor, nos ha causado una agradable impresión su manuscrito, pero...”
El rechazo es una amarga realidad de la profesión de escritor. A mí, en cierta ocasión, me devolvieron uno de mis primeros manuscritos con las mejores metáforas de mi novela tachadas con un rotulador y devueltas meticulosamente cambiadas, convertidas en las metáforas que proponía el anónimo responsable del informe de lectura. Un rechazo así no se olvida. Cada día hay cientos de personas deprimidas porque les han devuelto un manuscrito. Y eso que hay mil tácticas para intentar remontar el efecto rechazo. Una de ellas consiste en repasar las más famosas injusticias en esta materia. El famoso rechazo de André Gide al manuscrito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, por ejemplo. O bien recordando que Dublineses de Joyce fue rechazado por veintidós editoriales. O pensando en la breve carta de rechazo que recibió Oscar Wilde por El abanico de Lady Windermere: “Mi estimado señor, he leído su manuscrito. Ay, mi estimado señor”.
El rechazo editorial ha creado la carta estándar de negativa, todo un género nuevo. No todas esas cartas estándar que circulan por ahí son educadas. Tengo noticia de algunas cartas de rechazo absolutamente maliciosas. Cuenta el joven escritor canadiense Kevin Chong (experto él mismo en recibir cartas de rechazo) que a veces puede lograrse una negativa malvada sin una sola palabra, y cita el caso de una amiga suya que envió un poema a la revista The New Yorker y éste le fue devuelto roto en pedazos, hecho trizas. En un reciente viaje al país de sus antepasados, el propio Chong encontró a un amigo desolado por la carta de rechazo que le habían enviado de una revista china de economía: “Hemos leído con indescriptible entusiasmo su manuscrito. Si lo publicamos, será imposible para nosotros publicar cualquier trabajo de menor nivel. Y como es impensable que en los próximos mil años veamos algo que supere al suyo, nos vemos obligados, para nuestra desgracia, a devolverle su divina composición, y a rogarle mil veces que pase por alto nuestra miopía y timidez”.
Muchos escritores rechazados creen que los que publican libros viven felices lejos del rechazo. Y, sin embargo, no es así, pues no hay un solo escritor reconocido que no sea cosido a rechazos a lo largo de su carrera. Son rechazos distintos a los de la carta educada o malvada, pero son también rechazos duros. Y es que por lo general un escritor serio no se cierra nunca puertas, aspira a gustar a todo el mundo, al mundo entero. Por lo tanto, cualquiera de sus éxitos parciales lo vive como algo muy relativo. Pero, en cambio, cualquier mínimo rechazo a su obra lo ve como una gran afrenta, un rechazo a la totalidad. Sólo así se explica entonces la desesperación y el llanto desconsolado, por ejemplo, de Pier Paolo Pasolini por una crítica negativa en la hoja parroquial de un pueblo italiano de mala muerte. Y es que una crítica en contra (aunque el crítico sea un famoso idiota), ese premio insignificante pero que sin embargo no le han dado, ese suplemento cultural en el que no le nombran y encima dedican tres páginas a un mamarracho, todo eso para el escritor reconocido son rechazos que le impiden vivir en paz.
Así que el rechazo persigue a escritores publicados y a escritores inéditos. Se sabe o debería saberse que unos y otros conviven en la eternidad en una especie de Club de los Rechazados en cuya secreta sede social se oyen por las noches voces espectrales que arrastran cadenas y dicen: “Ay, mi estimado señor.” Ahí, por ejemplo, puede verse en las noches de luna llena a Gide y Proust, todavía discutiendo sobre la valía real de un manuscrito rechazado.

Enrique Vila-Matas


Ahi, Gentile Signore…

E’ lei uno scrittore o ha tentato d’esserlo? Sia che lo sia o ha voluto esserlo, ha dovuto in qualche momento della sua vita conoscere il rifiuto. E’ possibile che qualcuno, da qualche casa editrice le abbia scritto una lettera dove molto educatamente le diceva: Gentile Signore, il suo manoscritto ci ha impressionato molto, tuttavia….”
Il rifiuto è una amara realtà della professione dello scrittore. A me, capitò a volte, di vedermi rimandare indietro alcuni dei miei primi manoscritti con le migliori metafore che avevo scritto cancellate con un pennarello e meticolosamente cambiate, trasformate nelle metafore che proponeva l’anonimo responsabile editoriale. Un simile rifiuto non si scorda. Ogni giorno ci sono centinaia di persone depresse perché si sono viste rifiutare un manoscritto. E per loro ci sono centinaia di tattiche per cercare di superare lo shock da rifiuto. Una di queste consiste nel ripassare le più note ingiustizie perpetrate nel campo. Il famoso rifiuto di André Gide al manoscritto “Alla ricerca del tempo perduto” di Marcel Proust, per esempio. O ricordando che “Gente di Dublino” di Joyce fu rifiutato da 22 editori. O pensando alla breve lettera di rifiuto che ricevette Oscar Wilde per “Il ventaglio di Ledy Windermere”: “Gentile signore, ho letto il suo manoscritto. Ahi, gentile signore…”.
Il rifiuto editoriale ha creato la risposta negativa standard, un genere totalmente nuovo. Non tutte le risposte negative che circolano in questo ambiente sono educate. Sono venuto a sapere di alcune assurdamente maliziose. Racconta il giovane scrittore canadese Kavin Chong (anche lui esperto in rifiuti) che si possono ottenere risposte negative crudeli che non contengono una sola parola e cita il caso di una sua amica che inviò un poema alla rivista The New Yorker e se lo vide restituire fatto a pezzi, stracciato. In un recente viaggio nel suo paese nativo, lo stresso Chong, racconta di aver incontrato un amico costernato per la lettera di rifiuto che le aveva inviato una rivista cinese di economia: “Abbiamo letto con indescrivibile entusiasmo il suo manoscritto. Se lo pubblichiamo, sarà per noi impossibile pubblicare qualsiasi altro lavoro di livello inferiore. E siccome è impossibile che nei prossimi mille anni vedremo qualcosa di superiore al suo, ci vediamo costretti, per nostra sfortuna, a restituirle la sua divina composizione e pregarla di ignorare la nostra miopia e la nostra timidezza”.
Molti scrittori rifiutati credono che chi pubblica libri viva felice, salvo dal rifiuto. Però non è così, non un solo scrittore riconosciuto non si è visto cucire addosso un rifiuto nella sua carriera. E’ differente ricevere un rifiuto educato invece di un rifiuto crudele, però è comunque duro. Il fatto è che, in generale, un autentico scrittore non si preclude nessuna porta, aspira a provare qualsiasi cosa, il mondo intero. Per questo qualche piccolo insuccesso lo vive come qualcosa di molto relativo. Al contrario, pero, il minimo rifiuto a la sua opera è per lui un grande affronto, come un rifiuto tucul. Solo così si spiega, per esempio, la desolazione e le lacrime disperate di Pier Paolo Pasolini di fronte alla critica negativa apparsa nel giornalino parrocchiale di un paesino italiano abbandonato da Dio. Il fatto è che una critica negativa (anche se il critico è un famoso idiota), quell’insignificante premio che però non gli hanno dato, quel supplemento culturale dove non lo nominano pero dedica tre pagine a un buffone, tutto questo, per lo scrittore riconosciuto, sono no che gli impediscono di vivere in pace.
Ed è per questo che il rifiuto perseguita lo scrittore pubblicato come lo scrittore inedito. Si sa, o si dovrebbe sapere, che l’uno e l’altro convivono per l’eternità in uno speciale Club dei Rifiutati nella cui segrete si sentono nella notte voci spettrali trascinare catene e dire: “ahi gentile signore”. In quelle stanze, per esempio, si possono scorgere nelle notti di luna piena Gide e Proust discutere sopra il valore reale di un manoscritto rifiutato.


Traducción hecha por Antonino Pingue ©